domingo, 5 de agosto de 2012

MINERVA


Conocí a Doña Minerva hace muchos años, el 1996, en un pequeño pueblo de Chile denominado El Peñón. 

Esta mujer, puntal de su familia, me mostró con su testimonio, su actitud y su sonrisa como ser un poco más persona. Dejó de ser la madre y la abuela de mis amigos para pasar a ser una de aquellas personas que te acompañan toda la vida, aunque estén a casi 11000 kilómetros de distancia. 

El pasado mes de junio su vida se agotó, pero su ejemplo seguirá siempre vivo en aquellos que tuvimos el privilegio de conocerla. Estos versos que pongo seguidamente salieron de lo más íntimo de mí ser al conocer la noticia.

Y un día, de golpe,
detuve mi caminar.
Giré lentamente el rostro.
un rostro curtido por los años,
y frente a mis ojos
pasaron los años de mi infancia.
Se hicieron presentes
mi adolescencia y mi juventud.
Mis hijos, mis queridos hijos,
corretearon de nuevo a mi alrededor.
Y también los hijos de mis hijos.

Noté como en mis labios
se dibujaba una sonrisa
y un pensamiento,
fruto quizás de la sabiduría
que te regalan los años,
resonó en mi mente
como un canto al amor:
¡Qué grande eres, Señor,
porque me has hecho mujer,
porque me has hecho madre,
porque me has hecho abuela!

Y también noté que una mano,
cálida y suave,
agarraba la mía.
Giré de nuevo el rostro
y Dios sonrió junto a mí.
Y a su mano cálida
se sumaron muchas otras manos:
las de todos aquellos que alguna vez
me tocaron con su amor,
las de todos aquellos que alguna vez
fueron tocados por mi amor.

Y Dios, sin dejar de sonreír,
dejó un beso en mi mejilla
que me convirtió en amor eterno.
Una brisa suave
me empujó hacia tantos y tantos corazones
que habitaría por siempre jamás.

Y mi vida pasó a ser su vida.
Y mi amor pasó a ser su amor.


(Siempre en nuestros corazones Minerva)

20 de junio de 2012

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Recuerdo ese poema!
Muchas gracias, Albert
Que Dios te bendiga
¡Un abrazote!