“Llevaban también a dos más, que eran criminales, para ejecutarlos con él. Cuando llegaron al lugar llamado la Calavera, crucificaron a Jesús junto a los criminales, uno a la derecha y el otro a la izquierda.” Lc 23, 3-33
Levantó los ojos y, superando el dolor que invadía su cuerpo, sintió un escalofrío que le recorrió no sólo físicamente, lo sintió también en lo más íntimo de su espíritu. El ruido que le rodeaba, las voces de la gente que asistía a aquel lamentable espectáculo protagonizado por el mismo, los gritos de los que vivían su propio suplicio a una y otra banda, las risas, los insultos, los llantos apagados de la madre, todo desapareció de golpe. Un silencio extraño le rodeaba. Un silencio roto sólo por el latido de su corazón que le decía que todavía estaba vivo. Se sintió aliviado. Inspiró profundamente y se tomó un tiempo para observar. Repasó los rostros: muchos eran conocidos pero ninguno, cercano. Sólo la madre y el pequeño grupo que la rodeaba. ¿Dónde estaban los “elegidos”? Pensó en ellos, en el gran esfuerzo que había tenido que hacer para conseguir que entendieran su mensaje. Y ahora, cuando todo estaba a punto de acabar, se daba cuenta que el esfuerzo quizás no había servido de nada, que quizás seguían sin entender nada. Con un dolor en el corazón más grande del producido por los golpes, espinas y clavos se dijo:
- No se puede morir por vosotros...
“Era ya mediodía cuando se extendió por toda la tierra una oscuridad que duró hasta las tres de la tarde: el sol se había escondido. Entonces la cortina del santuario se rasgó de por medio. Jesús gritó con toda la fuerza:
-Padre, a ti confío mi espíritu.
Y dicho esto, expiró.” Lc 23, 44-46
24 de enero de 2008
Levantó los ojos y, superando el dolor que invadía su cuerpo, sintió un escalofrío que le recorrió no sólo físicamente, lo sintió también en lo más íntimo de su espíritu. El ruido que le rodeaba, las voces de la gente que asistía a aquel lamentable espectáculo protagonizado por el mismo, los gritos de los que vivían su propio suplicio a una y otra banda, las risas, los insultos, los llantos apagados de la madre, todo desapareció de golpe. Un silencio extraño le rodeaba. Un silencio roto sólo por el latido de su corazón que le decía que todavía estaba vivo. Se sintió aliviado. Inspiró profundamente y se tomó un tiempo para observar. Repasó los rostros: muchos eran conocidos pero ninguno, cercano. Sólo la madre y el pequeño grupo que la rodeaba. ¿Dónde estaban los “elegidos”? Pensó en ellos, en el gran esfuerzo que había tenido que hacer para conseguir que entendieran su mensaje. Y ahora, cuando todo estaba a punto de acabar, se daba cuenta que el esfuerzo quizás no había servido de nada, que quizás seguían sin entender nada. Con un dolor en el corazón más grande del producido por los golpes, espinas y clavos se dijo:
- No se puede morir por vosotros...
“Era ya mediodía cuando se extendió por toda la tierra una oscuridad que duró hasta las tres de la tarde: el sol se había escondido. Entonces la cortina del santuario se rasgó de por medio. Jesús gritó con toda la fuerza:
-Padre, a ti confío mi espíritu.
Y dicho esto, expiró.” Lc 23, 44-46
24 de enero de 2008
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